lunes, 9 de febrero de 2015

ANECDOTARIO RINCONADEMUCENSE (VII).

Relatos cortos –entre la anécdota y la biografía- referidos al Rincón de Ademuz.




“El mundo necesita mentes y corazones abiertos,
y estos no pueden derivarse de rígidos sistemas
ya sean viejos o nuevos” 
-Bertrand Russell (1872-1970),
filósofo y escritor británico, premio Nobel de Literatura (1950)-

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Palabras previas.
La presente entrada constituye una nueva entrega del Anecdotario rinconademucense que venimos publicando, serie de narraciones entre la anécdota y la biografía, basadas éstas en mis recuerdos y experiencias de infancia, adolescencia y primera juventud. Relatos ciertamente introspectivos, íntimos, particulares…, que escribo y doy a conocer sin más pretensión que la de evocar y reflexionar sobre mi devenir. Porque pienso que cuando se llega a la edad adulta, a la madurez, conviene detenerse un momento, siquiera para comprobar nuestro desarrollo, si realmente somos o no las mismas personas que fuimos de niños con otro aspecto, si poseemos todavía las mismas ilusiones, fantasías, miedos, neurosis; o por el contrario hemos evolucionado hasta ser personas distintas, mejores, no comparables. Y también, cómo no, ver dónde hemos acertado y en qué nos hemos equivocado

Hay otro motivo para mis exponer mis reflexiones, y es que yo mismo soy GENTE DEL RINCÓN DE ADEMUZ, otro personaje más de la serie que se incluye en aquel blog en el que se dice de personas vinculadas a esta tierra del poniente valenciano, entre Cuenca y Teruel. Pues, ¿acaso hay otra forma mejor de conocer con profundidad un territorio que a través de su gente? La periodista Mª Ángeles Arazo así lo entendía: Para que hablaran del Rincón busqué a su gente... -dice en su primer libro-.

Además de estas Palabras previas, la entrada contiene recuerdos De la casa donde nací, de De los libros de mi infancia en Torrebaja y otros que leí después, de la enigmática historia Del cuchillo de despizcar con mango de madera, un homenaje A Emilio, el criado de mi abuelo Román y de mi padre, De la vocación y la profesión que tuve y practico, de mi traslado De la ciudad condal a la capital del Turia, y unas Palabras finales a modo de conclusión.

Por lo demás, no me planteo si el escrito tiene otro sentido que el aparente; cada cual podrá encontrarle el que su lectura le sugiera. En cualquier caso, espero no incomodar a nadie con mis recuerdos, reflexiones y opiniones, más bien que sean de utilidad. Porque como Russell, pienso que el mundo necesita de personas con la mente y el corazón abiertos, además de pacíficos, libres y sin temor.


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Vista de Torrebaja (Valencia), desde la ribera del Turia (2009).


De la casa donde nací.
Nací en una casa de la calle de San Roque en Torrebaja, Valencia, donde mis padres se pusieron a vivir de recién casados. La casa era propiedad de la señora Rogelia Sánchez Garrido, una tía de mi padre, hermana de mi abuelo Román. La señora Rogelia vivía en Algarra, Cuenca, y era viuda del señor Mariano Zafrilla Garrido: al morir su marido, para preservar la heredad familiar se casó con el señor Segundo, hermano de su difunto esposo y por ende cuñado. La cuantiosa herencia familiar provenía de un primo de dichos hermanos, un tal don Nicolás Díaz Zafrilla (1835-1907), propietario acomodado, diputado y Presidente de la Diputación Provincial de Cuenca, que había adquirido muchas propiedades en tiempo de la Desamortización de Madoz.[1]
 
El parto de mi madre fue muy laborioso, el médico del pueblo que la atendía, don Antonio el Grande de Mora, Teruel, por convicción o por ignorancia, era partidario de dejar hacer a la naturaleza. Si salí del trance fue porque así estaba previsto por el Hacedor, y por la señora Felisa Pinazo, la partera que me sacó; no por el médico. Hubo otras complicaciones en mi nacimiento, parece que no quería mamar y mi madre sufrió una infección en el pecho por la subida de la leche que casi le cuesta la vida. Para intentar curarla le indicaron frotarse los pechos con una especie de bolas que tenía una mujer de Val de la Sabina, en Ademuz, no sé si curandera; el caso es que un primo hermano mío, Raúl Garzón, de apenas 14 años fue hasta la aldea con una caballería y se trajo aquellas bolas. El tramo de carretera de Ademuz al Val era entonces un camino de herradura. Aunque debieron causar poco efecto aquellas esferas, ya que finalmente mi madre tuvo que ser operada en Teruel, en la clínica del doctor Manuel Gimillo.

La casa donde nací poseía una puerta de madera labrada con un gran picaporte circular y dos hermosos balcones en estilo modernista, de hierro colado. Junto a la puerta principal había otra menor que nunca o raramente se abría, pues daba a una capilla a la que también se accedía desde el interior de la casa. Además de hermosa, la vivienda era poco común, la única en el pueblo y quizá en la comarca que disponía de capilla particular, con autorización del obispo de Segorbe para celebrar misa: una tía mía, la señora Manuela Sánchez Esparza,[2] una hermana de mi padre, se casó allí, en 1949-50. El hecho de casarse allí no fue sólo por capricho de los novios, sino porque el templo parroquial había tenido que ser demolido por los estragos de la guerra, y como iglesia se había habilitado una cochera de la carretera. Entre la nave y la capilla los novios eligieron la capilla de la tía Rogelia.  Al igual que la iglesia y las ermitas, la capilla fue también saqueada durante la guerra civil (1936-39), los revolucionarios y la gente del pueblo que les acompañaban sacaron las imágenes y otros objetos de significación religiosa y los quemaron en una hoguera frente a la vivienda, en la misma cuesta de San Roque. Esto me lo contaba una vecina, la señora Josefa la Cariñena, que lo presenció. Ella subía hacia la carretera cuando vio el fuego, al acercarse se percató de que lo que ardía eran cosas de iglesia, cruces, cuadros con imágenes de santos, y encarándose con los iconoclastas les increpó: ¡Por esto que estáis haciendo arderéis también en el infierno...! –pero ellos, avivando el fuego, se burlaban y reían-.[3]
 
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El autor, al comienzo de su andadura vital en Torrebaja (Valencia), ca.1953.

De nuestra primera infancia -de la de mi hermano y de la mía- tenemos pocos recuerdos fotográficos, pues en los años cincuenta había pocas máquinas de retratar; aunque conservamos algunas que nos hizo una vecina retratista -Fotos Trina, se denominaba su empresa-. Las fotos que hacía eran penosas, de poca calidad técnica y peor encuadre. Prueba de ellos son dos de las pocas fotos que tenemos... En una estoy en brazos de mi padre, pero lamentablemente a él no se le ve. En otra estamos mi hermano y yo, él de pocos meses: a mi hermano lo sujeta mi padre, que permanece detrás, agachado. Cada vez que veo estos pequeños retratos me encorajino, ya que la figura de mi padre hubiera colaborado en la belleza y estructura formal de la foto, ¡una lástima! Pero es comprensible, pues la fotógrafa no era el profesional, sino su marido, que se marcho a Barcelona con una moza de moral distraída que había en el pueblo. Esa fue la razón de que la mujer tuviera que buscarse la vida con la cámara. Al poco tiempo, sin embargo, la casquivana muchacha dejó al fotógrafo, y éste regresó al pueblo: la mujer lo perdonó, ¡qué remedio! 


El autor, en brazos de su padre en Torrebaja (Valencia), ca.1954.


El autor y su hermano José Mª, éste sujeto por el padre, que aparece detrás agachado, en Torrebaja (Valencia), ca.1954.

Decía que la casa donde nací era muy notable; los que la han conocido sabrán que no miento. Las paredes de la escalinata que subía al piso superior estaban forradas con una tela azulada, de un añil desvaído con dibujos bordados, al igual que la habitación de mis padres. Por detrás la casa poseía un pequeño jardín interior, donde florecía un añoso saúco de ramas nudosas, cuyas flores inundaban con su aroma en primavera toda la vivienda. Como otras muchas del pueblo, la casa poseía un pozo... Aquel pozo tenía un escalofriante recuerdo para mi madre, ya que en cierta ocasión, teniendo yo sobre dos años, en un descuido de ella, me subí hasta el brocal que formaba un rellano. La boca del pozo se cubría con una tapa de madera; pero por alguna razón aquel día se hallaba abierto. Al verme al borde del pozo mi madre se quedó paralizada, sin saber qué hacer. Si se lanzaba a cogerme, creyendo yo que se trataba de un juego, podía moverme y caerme al pozo. Tampoco era cuestión demorar la acción, pues gateando por allí podía caerme también. Se acercó poco a poco, haciéndose la distraída, hasta que estuvo cerca de mí, entonces me agarró con fuerza separándome del agujero... Aquel día mi madre sufrió el mayor susto de su vida, mucho más que durante los terroríficos bombardeos de Barcelona, pues ella pasó la guerra en la ciudad condal. No, ella no era excesivamente religiosa; pero en acción de gracias por haberme librado de aquellos dos trances, el del mal parto y el del pozo, mi madre ofreció “pasarnos” a mi hermano y a mí bajo el manto de la Virgen del Pilar en Zaragoza. Pero esto sólo lo pudo cumplir muchos años después, camino de Barcelona, donde hice la primera comunión... Cuando nos pasaron bajo el manto, la Pilarica portaba uno rojo; yo no supe entonces por qué, pero aquel día mi madre lloró de emoción.


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Foto de familia, con los padres y el hermano del autor en Torrebaja (Valencia), ca. 1962.


De los libros de mi infancia en Torrebaja.
En la mayoría de casas de Torrebaja, en los años cincuenta había pocos libros... Debía haber en la casa de los maestros, en la del médico, en la del cura, y en algunas otras quizá. En la de mis padres había pocos. Uno era un devocionario o libro de oraciones de tapas negras con una cruz en relieve. Otro era un librito de hojas muy gastadas que contaba la historia de la Virgen de la Fuensanta de Villel, Teruel. Este librito, al que faltaban las tapas y las primeras y últimas hojas, procedía de la casa de mis abuelos maternos de El Cuervo, Teruel. Al menos yo recuerdo haberlo visto en una estantería de obra que los abuelos tenían en la cambra, donde solíamos echar la siesta en verano.


Cuando digo de la casa de mis padres me refiero a la que compraron después de casarse, ya que un par de años después de nacer yo adquirieron una en la calle del Rosario; en todo caso fue antes del nacimiento de mi hermano menor, ya que él nació ya allí, en 1956. Se la compraron a don Íñigo-Francisco García Monferrer, el farmacéutico del pueblo, un turolense de Mosqueruela, viudo y sin hijos. La vivienda incluía dos huertos, uno en los Callejones y otro Bajo las Nogueras. Aquella casa tenía dos entradas, una en la parte de arriba, que daba a una sala forrada de azulejos, con una puertita al fondo enmarcada de cristales coloreados. Sobre el dintel de la puerta interior había un cartel grabado en el cristal con la palabra FARMACIA. Cuando alguien que no conocía la historia entraba en la casa se extrañaba que en la de un labrador se anunciara una farmacia. Entonces había que explicarle que la estancia correspondía al recinto de una antigua botica, y que entre la puerta exterior y los cristales del fondo estaba el mostrador de la oficina. La mujer, Antonia Gómez, murió joven, de tisis. Cuando falleció, el boticario se quedó al cargo de sus suegros, el señor Francisco el Pachicho y la señora Virginia, una hermana de mi abuelo Román. Tiempo después, al fallecer sus padres políticos el farmacéutico pensó en marcharse del pueblo, aquí ya no le retenía nada, sólo malos recuerdos. Esto fue a finales de los años cuarenta o principios de los cincuenta. Yo le conocí muchos años después, siendo estudiante en Valencia: don Paco, así llamaban al farmacéutico, era un hombre alto y de buena presencia, que siempre me trató con afecto. Solía ir a jugar a las cartas al Centro de Aragonés, cuando tenía su sede en la calle Barcas. Pero esta es otra historia...


De lo que pretendía escribir era de los libros de mi infancia..., así que retomando el hilo del primer párrafo diré que después de los dos primeros citados aparecieron otros. Quiero decir que encontré por casa varios más que yo desconocía, pues no creo que mis padres compraran ninguno. El nuevo descubrimiento era un libro apaisado, un Método de ortografía castellana que mi madre utilizaba cuando pretendía escribir una carta. En el prólogo se hacía especial referencia a las dificultades de aprendizaje de las personas mayores, que no podían dedicar mucho tiempo al estudio por cuestiones laborales. Y exponía el sencillo método: "Primero, con la máxima concisión y claridad, se expone la regla; viene a continuación el ejemplo, que facilita la recta interpretación de la misma, y en seguida, para que la memoria del alumno la retenga, se desarrollan numerosos ejercicios eminentemente prácticos. De poco servirían las reglas si no se facilitara al mismo tiempo los medios para practicarlas". Proponía gran número de ejercicios, uno de ellos era completar palabras a las que les faltaba alguna letra, que en el ejercicio en cuestión venía suplida con un asterisco -las más difíciles eran la -b, la -v y la -h-, y finalizaba con un Vocabulario de voces usuales.

No, mi madre tampoco era persona muy instruida, su formación académica acabó con la escuela obligatoria en la infancia. Ella nació en Madrid, en el barrio de Carabanchel Bajo, en 1914, donde su padre, mi abuelo José de El Cuervo, trabajaba como Guardia de Seguridad o algo parecido, actividad laboral que complementaba en una cuadrilla temporal de podadores de Castielfabib y Cuesta del Rato. Uno de los lugares donde podaban era en los jardines del Palacio Real; allí conoció al joven rey, don Alfonso XIII, que a veces se escapaba de sus cuidadores y se iba a almorzar con los trabajadores. Decía que cuando mi madre pretendía escribir alguna carta utilizaba aquel método ortográfico. Carecía de formación académica, pero era inteligente y discreta, sabía estar. Además, contaba historias con imaginación y ritmo dramático, ¡daba gusto oírla! Antes de casarse había servido en una casa bien de Barcelona, y tenía un alto sentido del ridículo. Escribía a sus hermanas de la ciudad y a unos amigos que había conocido en Mallorca, cuando hizo su viaje de bodas con mi padre, en junio de 1951. No, no fueron en barco, sino en avión, desde el aeropuerto de Manises, en Valencia; pues mi padre no quiso privar a mi madre de aquella experiencia. El regreso sí fue en barco. Podría pensarse que mis padres eran gente adinerada, pero no; sólo que él se casó ya con cierta edad y tendría sus ahorrillos, nada más...


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Los padres del autor -Paquita y Alfredo- en Mallorca, durante su luna de miel (junio, 1951).



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Los amigos que los padres del autor hicieron en Mallorca, durante su luna de miel: Para Paquita y Alfredo, nuestros nuevos y buenos amigos. Con todo afecto, Feli y Moncho -dice una nota manuscrita en el reverso- (junio, 1951).

En Mallorca conocieron a otra pareja de recién casados de San Sebastián, alojados en el mismo hotel y que también estaban de luna de miel. El matrimonio vasco era gente culta, a ella le decían Feli y creo era periodista; no recuerdo cuál era la profesión de él, sólo que le llamaban Ramón, aunque ella le decía Moncho... Durante su estancia en Mallorca simpatizaron y se hicieron amigos, atraídos quizá por la rústica naturalidad de mi padre y la belleza y simpatía de mi madre. Porque mi madre era realmente una mujer atractiva, y no porque lo diga yo, están las fotografías que lo demuestran. Además, para cada hijo su mamá es siempre la más bella. El caso es que durante años se escribieron, no faltando nunca la felicitación de Navidad. Las que escribían eran ellas, no los maridos. La mujer vasca le contaba de su trabajo, del nacimiento de sus hijos y de lo que suelen hablar las mujeres. Mi madre le contestaba en el mismo tono, y para no cometer faltas utilizaba aquella ortografía que yo encontré por casa. Se escribieron durante años, hasta que dejó de llegar la felicitación de Navidad de la señora vasca. 

Mi madre continuó escribiendo, pero al ver que no contestaba dejó también de escribir. Un día, sin embargo, llegó carta de San Sebastián, era la señora vasca, que le notificaba el fallecimiento de su esposo. Mi madre le respondió manifestándole su pesar, el pésame, esa fue la última carta. Nunca más volvieron a escribirse, como si tácitamente quisieran detener el tiempo de su mutua felicidad en los días del viaje de novios en Mallorca. Ya de mayor, con ochenta años bien cumplidos, mi madre utilizaba aquel libro como modelo para copiar su texto, palabras y ejemplos. Lo copiaba con lápiz o bolígrafo en una libretita que ella tenía. Cuando le preguntaba por qué, contestaba: ¡Hijo, para no olvidar lo poco que aprendí...! A la gramática le faltaban las tapas y las páginas iniciales, razón de que no se cifre el lugar y año de edición; ya de mayor mandé encuadernarlo, como recuerdos de tantas y tantas cosas.


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Portada del libro Torrebaja, mi pueblo, obra de Vicente Badía Marín y José Alejandro Pérez Tarín editada por el Ayuntamiento de Torrebaja (Valencia, 1953).


Otro libro que había en casa de mis padres era Torrebaja, mi pueblo (Valencia, 1953), un volumen de tapa dura con la imagen de la ermita de san Roque en la portada y el escudo municipal en el anverso, de Vicente Badía Marín y José Alejandro Pérez Tarín, editado por encargo del Ayuntamiento de Torrebaja. Puede que sea el primer libro escrito sobre un pueblo del Rincón de Ademuz. Recuerdo que mi padre me leía fragmentos del texto, mientras me sostenía sobre sus rodillas, junto a la estufa de casa en invierno. Mi padre sabía poco de letras, había ido a la escuela del pueblo, uno de sus maestros fue don Astrolabio Garcés, natural de Villel; lo único que recordaba de él era que durante los recreos les enseñaba a reñir... Antes de terminar la escuela obligatoria mis abuelos mandaron a mi padre a estudiar a Teruel, interno con los Hermanos Maristas. Pero acostumbrado a la libertad del pueblo mi padre no toleraba bien el régimen del internado, así que antes de terminar el curso se escapó y regresó a su casa para las fiestas de Santa Marina la Cerecera: vino de Teruel en un carro y cuando llegó al pueblo sus padres se lo tomaron a risa, cómo si hubiera hecho algo gracioso. 

Pero mi padre siempre reprochó a mi abuelo no haberle cogido de una oreja y haberle llevado otra vez al internado... Ya no regresó al colegio, llegó el verano y las faenas del campo le ocuparon el tiempo, y la vida entera. Quizá fuera por eso que siempre tuvo gran interés en que mi hermano y yo estudiáramos: ¡Más vale una mala carrera que una buena hacienda...! –le oí decir muchas veces, aunque él amaba sobremanera el pueblo y sus labrantíos-. Mi padre tenía mucho amor por aquel libro, y no sólo porque hablaba de su pueblo, lo que ya era buen motivo, sino porque se había editado siendo él alcalde de Torrebaja, lo fue entre 1943 y 1956, ¡un tiempo difícil! Sin embargo, la edición del volumen le costó un disgusto, pues el Gobernador Civil de Valencia le echó en cara haberlo editado fuera de presupuesto, lo que según él suponía un dispendio para las menguadas arcas municipales. Lo cierto, sin embargo, es que la venta del libro, a cinco duros ejemplar, cubrió sobradamente los gastos de edición.

Decía que los tiempos de la posguerra cuando mi padre fue alcalde de Torrebaja fueron tiempos difíciles, y ciertamente lo fueron. A veces he leído o escuchado decir de los alcaldes del franquismo despectivamente. No dudo de que habría algunos que se cubrieron de ignominia, como sucede hoy en plena democracia. La inmensa mayoría, sin embargo, fueron personas valientes que trabajaron por sus pueblos y sus gentes en momentos de gran aprieto económico, político y social, y colaboraron con su esfuerzo en sacar adelante sus municipios. Mi padre no era en absoluto político, más bien todo lo contrario. En cierta ocasión le llegaron quejas de algunos vecinos que habían sido represaliados, conforme no se les atendía adecuadamente en la Secretaría del Ayuntamiento, siendo este el motivo de que se enfrentara con el administrativo: Aquí no hay rojos ni azules, todos los que acuden a esta ventanilla son iguales, no se te olvide...  -le dijo al secretario-. Jamás volvió a haber ninguna queja en este sentido. Con anécdotas del estilo podría escribir muchas páginas, baste un botón como muestra... Algunos hablan por hablar, con las orejeras ideológicas puestas, o simplemente de oídas. 

El cualquier caso demuestran su ignorancia del momento histórico o están poco informados. Por eso les digo que si conocen casos concretos de alcaldes de la dictadura que abusaron de sus vecinos o prevaricaron, tienen obligación moral de denunciarlo, ¡que lo denuncien! Curiosamente, sin embargo, si observan con detenimiento, verán que muchos o algunos de esos que hoy se manifiestan o se han manifestado contra las presuntas o reales "miserias del franquismo" son los mismos que de alguna forma se han beneficiado, han apoyado, votado o formado parte de "esa casta golfa, desvergonzada y manifiestamente incompetente" que gobierna o ha gobernado España en las últimas décadas -el entrecomillado corresponde a un artículo de Pérez-Reverte, que suscribo-.

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Mi padre -Alfredo Sánchez Esparza (1905-1984), primero por la izquierda, durante una comida en Barcelona con el presidente de la Bayer en España (centro) y el secretario del Ayuntamiento de Torrebaja (Valencia), Octavio Valentín Lahuerta (ca.1945).


Cuando digo de los libros de mi infancia no cuento entre ellos los de la escuela, las libretas de primera letras, los silabarios ni los distintos grados de la Enciclopedia Álvarez; entiendo que estos eran libros de texto. Bien es cierto, sin embargo, que en cierta ocasión nos regalaron en la escuela una carpeta con varios libros de lectura. No sé de dónde venían aquellos ejemplares, tal vez del Ministerio de Cultura... El caso fue que a todos los niños nos dieron un lote dentro de una carpeta azul, atada con gomas. Digo a todos los niños, pero miento..., pues a mi hermano no le dieron. Esta fue la razón de que mi madre fuera a protestar, pidiendo una explicación de por qué no le habían dado libros a mi hermano menor. Y lo hizo con genio, enfrentándose a don Eladio y don Lisinio, el último maestro de los chicos pequeños. ¡Cuando se trata de defender los derechos de sus hijos las madres son tremendas, verdaderas leonas; ninguna soporta que los menosprecien! La explicación de los maestros tuvo por argumento que no había bastantes libros, y que como ya me habían dado a mí, que era el mayor..., pues eso, que no podían darle al pequeño. Pero mi madre no se conformó, ya que había el caso de otros hermanos en que ambos habían recibido su lote de libros. No recuerdo cómo acabó el lance, pero mis padres intuyeron que eran otras las razones por las que no le habían dado libros a mi hermano, quizá personales, familiares o políticas en las que mejor no entrar... Aunque mis padres eran de ideas conservadoras, nunca les oí hablar de política; mas cuando mencionaban algo relacionado con el tema, bajaban la voz. No en vano se decía que las paredes oyen...


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Portada del libro Lecturas de oro, obra de Ezequiel Solana -Editorial Escuela Española, ilustraciones de Jesús Bernal (Madrid, 1962).-


Entre los libros que nos regalaron en la escuela había uno de pequeño formato encuadernado en tapa dura, color verde, al que siempre tuve en gran estima: se trataba de la 82º edición de las Lecturas de Oro (Madrid, 1962), de Ezequiel Solana, Editorial Escuela Española, con ilustraciones de Jesús Bernal. Todavía conservo aquel libro en mi biblioteca..., y cuando releo alguna de aquellas ingenuas y moralistas lecturas no puedo evitar una sonrisa. Prueben ustedes a leer alguna de sus historietas y comprobarán el motivo... Según explica el propio autor en el prólogo, se trata de “historietas fáciles, breves e interesantes” con finalidad moral y religiosa, y proponiendo:

  • Para hacer más provechosas las lecciones, a cada historieta sigue una breve conversación entre el maestro o el instructor y los niños. Esta conversación puede y debe variarla el maestro, acomodándola a las circunstancias del momento; pero nunca suprimirla. De ella, bien dirigida, puede obtenerse los mejores frutos, en cuanto que comunica útiles enseñanzas, y obligando a los niños a atender, a recordar, a discurrir, hace que la lectura sea verdaderamente provechosa./ Leída sucesivamente cada historieta por dos o más niños en clase general y en voz alta, puede dar ocasión al maestro para una serie de preguntas y explicaciones que afirmen a los niños en los conocimientos adquiridos y los preparen para la adquisición de otros nuevos, útiles y variados.

Resulta curioso que el prologuista mencione sólo a los niños, sin hacer alusión a las niñas, ya que bien podría haber dicho “niños y niñas”. Pero a la sazón no eran tan modernos, entendiendo que cuando dice niños se refiere al común del alumnado infantil. Niños y niñas iban a clases separadas entonces. Cada relato acaba con una moraleja, por ejemplo, en el caso Haz el bien propone como enseñanza: “Quien hace el bien, halla siempre su recompensa”. La experiencia nos enseña, sin embargo, que ello no siempre es así; si bien es cierto que la práctica de la bondad nos hace mejores; al menos mejores con los demás. No en vano somos lo que hacemos, lo que comemos, lo que pensamos o leemos. Cada relato, que no solía ocupar más de una o dos páginas, termina con una “Conversación”, en la que se explica el significado de algunas palabras, como despotismo o hace ciertas preguntas relativas al texto. En el caso de Androcles y el león inquiere, ¿Quién es un esclavo?, ¿Qué era un circo en Roma?, etc. Me gustaban mucho aquellos sencillos relatos, aunque bajo la apariencia de inocencia escondían su carga de profundidad. Podremos discutir acerca de la orientación moral de su enseñanza, pero hacer el bien siempre será correcto. Además, los dibujos con que se ilustraban los relatos eran sencillamente deliciosos; al menos a mí así me lo parecían.


Todos los años por Navidad mi padre preparaba una selección de manzanas y las enviaba como regalo a los familiares de Barcelona, cuñados y cuñadas, ellas hermanas de mi madre -todos ellos gente trabajadora que había emigrado en la juventud-: ellas se dedicaban a la casa y ellos a distintos trabajos, uno era sereno, otro taxista y otro jardinero. También enviaba una caja a la señora en cuya casa había servido mi madre, con la que mantenía amistad y relación.[4] Estoy diciendo de los años cincuenta y primeros sesenta, entonces era muy común aquella práctica. Mi padre escogía las mejores manzanas de su cosecha, esperiegas gordas y bien coloreadas, y las colocaba con especial cuidado en cajas de madera tipo baste, disponiéndolas por capas y protegidas con hierba seca y papel de embalar. La caja tenía su tapa, la cual ataba con hilo de pita por cuatro lados. Había en aquella época varios camiones en la zona que se dedicaban a llevar fruta y otros productos a Barcelona y otros lugares. Con uno de aquellos transportistas enviaba mi padre su regalo anual... La respuesta de los familiares era otra caja con productos navideños, vino espumoso, champaña, turrones, galletas y otras golosinas, además de algunos regalos para nosotros, para mi hermano y para mí. Fueron, aquellos, tiempos de carestía, aunque no de necesidad; en cualquier caso no había tantas cosas como ahora. Mis padres esperaban aquellos paquetes con la misma ilusión que enviaban sus presentes. La costumbre de intercambiar regalos entre nuestras familias se mantuvo durante toda nuestra infancia, lo que equivale a decir durante muchos años; porque, afortunadamente, tuvimos una niñez larga y feliz.


En cierta ocasión, junto a los juguetes y regalos habituales recibimos de la señora donde había servido mi madre varios libros ya usados por su hijo, pero libros al fin. A mí no me parecían buen regalo, prefería los juguetes de siempre; pero esto fue sólo hasta que los conocí. Entre aquellos libros había algunos que con el tiempo me entusiasmaron, hasta el punto de leerlos y releerlos muchas veces. Recuerdo con especial cariño uno titulado Cuentos de Calleja, volumen en gran formato y tapas duras, que contenía una selección de cuentos de este autor –Saturnino Calleja Fernández (1853-1915)-, cuyo texto se ilustraba con unos dibujos romántico-modernistas absolutamente sorprendentes, imaginativos, preciosos... que todavía puedo evocar con nitidez. Allí aparecían personajes de todo tipo, duendes verdes de orejas puntiagudas, hadas voladoras con trajes diáfanos, personajes malignos de horrible aspecto, animales fantásticos... Uno de los cuentos que más me impresionaba era la historia de Alina, una niña sencilla, buena y muy bella que alimentaba a un pececito que vivía en el recodo de un río. Para alimentarlo ella se privaba de su propia comida, razón por la que adelgazaba y se consumía. Sus hermanas empezaron a sospechar y un día la siguieron, viendo que parte de su comida la daba al pececillo del río, que no paraba de engordar. Las hermanas decidieron cortar aquella relación y mataron al pez, que Alina encontró muerto junto a la ribera. Ella lo enterró con gran pena, pues era su único amigo. Con el tiempo, en el lugar donde lo había enterrado brotó un extraño árbol de hojas plateadas, como las escamas del pez... No voy a relatar todo el cuento; diré, sin embargo, que aquella lectura me emocionaba. No entendía que las hermanas se hubieran atrevido a matar al pobre animalito..., pero lo que sucedió después era todavía más sorprendente, previsible para un adulto, pero no para un niño. Como este había otros muchos preciosos cuentos, cautivadores para una imaginación infantil, definitivamente inolvidables.


Intuyo que las lecturas de la infancia pueden influir decisivamente en la formación de un niño, en su forma de ser de adulto, en su devenir; de ahí la importancia de la lectura, de los buenos libros en cada etapa de la vida. De la misma forma, creo que con los libros sucede lo que con los amigos, que son ellos los que nos encuentran. No elegimos a nuestros amigos, a nuestras novias y mujeres, son ellos y ellas los que nos eligen. Además, cada libro tiene su tempo, esto es, que debe ser leído en su momento; fuera del momento adecuado, no nos interesará. Leer Los tres mosqueteros a los cuarenta años aprovecha tanto como leer El amante de lady Chatterley (1928) o Madame Bobary (1856) a los catorce He tenido suerte en este sentido, casi todos los libros que han pasado por mi haber los he leído en su momento y me han interesado, unos más que otros, bien es cierto; aunque quizá haya uno Crimen y castigo de Fedor Dostoievski, que leí fuera de edad; esto fue  a finales de los años sesenta, cuando yo tenía 16 ó 17 años -por eso será que todavía recuerdo con cierta inquietud a su enfermizo y atormentado protagonista, el joven estudiante Raskólnikov. Aunque esto de la edad adecuada para leer un libro es relativo; dependerá del grado de madurez y formación de cada uno. Por otra parte, pocos de los que he comenzado he dejado a mitad.


Otro de aquellos libros de mi infancia era un ejemplar para niños de La Araucana, poema épico de Alonso de Ercilla (1533-1594) que relataba la guerra de Arauco contra los araucanos, y la muerte final de Caupolicán. Se trataba de un librito de tapas duras y rojas, pequeño pero con bellísimas ilustraciones en color. Era una edición infantil, escrita en prosa, no en verso como el original. El relato que describía la elección de Caupolicán como jefe guerrero me ponían los pelos de punta; no el vello, los pelos. Las imágenes de aquellos impresionantes relatos las puedo evocar desde lo más profundo de la memoria -los indios con sus pinturas de guerra, sus gritos salvajes, las hogueras en la noche...-, y supongo que perecerán conmigo. Qué hermosura de láminas, qué aventuras las de aquellos guerreros, qué bravura la de unos y otros, ¡la de los conquistadores españoles y la de los mapuches que defendían su tierra...!


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Portada del libro La ciudad de oro, obra de Emilio Salgari -Editorial Mateu: traducción de Carlos González Castresana, cubierta y dibujos de Antonio Soler Pedret (Barcelona, 1967)-.


Hubo después otros muchos libros que me apasionaron, entre ellos estaban los que me enviaba mi padrino Rosendo desde Barcelona, una colección de novelas de Emilio Salgari (1862-1911), que también conservo en mi librería -cuyos títulos constituye de por sí una invitación al riesgo y la aventura-: La perla del río rojo, La galera del bajá, La venganza de Sandokan, La ciudad de oro, Los estranguladores, El capitán tormenta, La reconquista de un imperio, El desquite de Yáñez, etc. Me gustaban mucho aquellos exóticos relatos de piratas y otros extravagantes tipos por los mares del sur, aventuras que leía una y muchas veces, y las ilustraciones en blanco y negro que de tanto en tanto aparecían entre las páginas. No sé si será el término adecuado, pero me impactaba la vida del autor, cuya reseña aparecía en la solapilla de la portada: una infancia con pocos cuidados por parte de sus padres, su formación y viajes como marino (aunque parece que no viajó tanto como dice en su autobiografía), su actividad literaria como reportero, su vida familiar desgraciada (suicidio de su padre y de dos de sus hijos, la locura de su esposa) pese a la fama como novelista; y su neurastenia final, que acabó llevándole al suicidio: se abrió el vientre al estilo japonés, practicándose un harakiri. Otras biografías dicen que, obsesionado con la idea de quedarse ciego, se cortó el cuello con una navaja de afeitar en un bosque de Turín, Italia.  El creador de Sandokán, autor de Los tigres de Mompracem, dejó escritas varias cartas, la dirigida a sus editores termina diciendo: A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo os pido que en compensación por las ganancias que os he proporcionado, os ocupéis de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma. Emilio Salgari.


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Portada del libro La perla del río Rojo, obra de Emilio Salgari -Editorial Mateu: traducción de Carlos González Castresana, cubierta y dibujos de Antonio Soler Pedret (Barcelona, 1967)-.


Entre los libros de mi infancia hubo también una colección en pequeño formato de la Editorial Bruguera de Barcelona, Marabú Zas (1962-63). La colección tenía títulos muy variados, incluyendo temas históricos, paranormales, ciencia, sicología... No obstante el tamaño y la paginación, entorno a las 150 páginas, aquellos libritos eran muy instructivos y didácticos, amables de leer; en especial para un niño de 10-12 años como era yo entonces. Los recuerdo con especial afecto; porque además de entretenerme y hacerme disfrutar, me formaron. Fue en esa época cuando me aficioné al tema de los objetos volantes no identificados (OVNIS). El asunto me apasionó un tiempo, hasta que dejó de interesarme; aunque siguen entusiasmándome los misterios que encierran tantas civilizaciones antiguas. Pero creo que no hay necesidad de recurrir a extraterrestres para explicar la historia del planeta y de la civilización humana. El título que más impresión me produjo, sin embargo, fue uno que trataba del hipnotismo. Se decía en el libro que no sólo las personas podían ser objeto de hipnosis; también los animales podían magnetizarse. Siguiendo las instrucciones del librito probé con un conejo y luego con una gallina. Frente a la casa de mis padres en la calle del Rosario estaba el corral, donde teníamos cerdos, gallinas, conejos, palomas... 

Decía que primero probé a hipnotizar un conejo; no fue difícil, había que coger al animal, trazar una raya vertical en el suelo, y amorrar contra ésta el hocico del animal: así lo hice y ciertamente el animal quedó hipnotizado, quieto, inmóvil, sin asustarse del ruido ni de mi presencia..., hasta que lo levanté del suelo. Después probé con una gallina... Por el contrario de los conejos, que estaban en jaulas, las gallinas andaban sueltas por el corral y eran más espantadizas, no se dejaban coger fácilmente. Cuando por fin agarré una la llevé a la entrada y le sujeté el pico contra el suelo, y se quedó también hipnotizada, quita, inmóvil, sin asustarse del ruido ni de mi presencia. Pero el asunto no quedó ahí; ya que, pese a mi intento por despabilarla, la gallina no se despertó del letargo. Al fin la dejé en un rincón del corral donde la había cogido, y me marché...

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Portada de dos libritos de la colección Marabú-Zas de Editorial Bruguera: Las Cruzadas de Henri Laming y Cleopatra de Joquín Grau (Barcelona, 1962-63).

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Portada de dos libritos de la colección Marabú-Zas de Editorial Bruguera: Tesoros ocultos e Historia del castigo, ambos de Joaquín Grau (Barcelona, 1962-63).

Algunos días después, cuando yo ya me había olvidado del caso, mi madre nombró lo de la gallina, había una que estaba acurrucada en un rincón sin moverse, como si estuviera enferma. Sin duda, estaba hablando de aquella con la que yo había ensayado el hipnotismo. Fue entonces cuando le conté lo ocurrido, y se enfadó bastante, pues parece que la gallina era muy ponedora. Finalmente tuvo que sacrificarla de un corte en el cuello o la cabeza, que es como solía matarlas mi madre. A los conejos, sin embargo, los mataba mi padre: los cogía de las patas traseras con una mano, mientras con la otra les daba un golpe seco tras las orejas mediante las tenazas de la estufa. El único consuelo es que la gallina no debió sufrir, ya que durante el corte y el desangrado permaneció dormida, magnetizada. Acabó en el puchero, para gusto del cocido... La enseñanza que saqué, además de la tunda que mi madre me propinó por el nefasto resultado del experimento, es que los libros no son inocuos, como las ideas, tienen consecuencias. ¡Hay que entender lo que leemos; y si decidimos poner en práctica la lección, hacerlo con cuidado!







[1] SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo. La Virgen de Santerón en la memoria (I), en Desde el Rincón de Ademuz, del lunes 8 de octubre de 2012.
[2] SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo (2008). Manuela Sánchez Esparza, la persistencia de la memoria, en Del paisaje, alma del Rincón de Ademuz, Valencia, vol. II, pp. 167-177.
[3] SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo (2011). El expolio de las iglesias y ermitas de Torrebaja durante la revolución, con detalle de los daños, en Del paisaje, alma del Rincón de Ademuz, Valencia, vol. IV, pp. 403-112.
[4] SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo. Del Rincón de Ademuz..., luego español, en Desde el Rincón de Ademuz, del sábado 27 de octubre de 2012.

4 comentarios:

Ismael Roger Martínez dijo...

Enhorabuena por tu última entrega del ANECDOTARIO RINCONADEMUCENSE. Comentarte que he disfrutado mucho con su lectura. Admirable el tesón que pusiste en estudiar y convertirte en médico.

Por cierto, ¿sigue existiendo la capilla en la casa donde naciste (calle San Roque)?

Un abrazo desde Chelva y sigue así.

Chema dijo...

Enhorabuena, Alfredo, por la calidad de estos escritos. A mi me recuerdan al mejor Pla. Ademas para mi son entrañables, no en vano soy tu hermano. Pero quiero ampliar un poco la información a tus lectores en el asunto de la hipnosis. Me acuerdo de la pobre gallina que se pasó horas con el pico en el suelo, sobre la raya trazada. Pero no crean que se paró en conejos y gallinas, ¡dio el salto a los humanos! Y, ¿adivinen quien fue su conejillo de indias? ¡Exacto!. Apareció con un péndulo (me parece recordar que era un hilo del que colgaba una moneda de dos reales), me tumbé en la cama y comenzó la oscilación... No fue efectivo el intento. ¡Me parece!. ¡Jajaja!

ALFREDO SÁNCHEZ GARZÓN dijo...

Hola, Ismael, gracias por el comentario, eres muy amable. La capilla de marras existe todavía, ciertamente. La casa la adquirió después Ricardo Fombuena Vidal, gran poeta y escritor, cuyo obituario puedes encontrar en estas mismas páginas, tecleando su nombre en el buscador del blog. Un Saludo.

ALFREDO SÁNCHEZ GARZÓN dijo...

Hola, Chema, gracias por tus palabras, pero ya quisiera yo parecerme a Pla; aunque sí, tienen un lejano parentesco, aunque muy lejano, a los textos del "Cuaderno gris" del autor de Palafrugel... Lo de la hipnosis con humanos no lo recordaba, pero al nombrar lo del hilo con la moneda de dos reales me ha venido a la cabeza... Menos mal que no funcionó contigo el experimento!, pues ya ves lo que le pasó a la pobre gallina. Un abrazo, hermano.